Tan… tan… tanteo trabajosamente, muy… trabajosamente a mi alrededor mientras… ¡uf!, mientras hago el amor. Clavo la mirada en la puerta, y él hace lo mismo con sus dedos en mis muslos… apretando… aplastándome la carne… así, justo así. Creo que sus uñas me desgarran la piel, me la están… agrietando y… y yo… y yo sigo tan… tan… tanteando y… ¡Ah! ¡Mierda! Dichoso mantel. Lo tenemos de sombrero y no podemos parar de reírnos. Recuerdo que era yo el centinela, por lo que le sugiero que, aunque me duela, se suba los pantalones, se incorpore y arregle el gran comedor. Yo adentro nueve de mis diez yemas entre mis cabellos, me aliso la falda y me marcho sin titubear; lo adoro.
Por suerte, a estas horas no suele haber mucho movimiento en el hotel. Los clientes, si no duermen, se toman las copas más desagradables que les sirven en el bar, aunque no por ello logran ver las estrellas. ¡Ilusos! No hay de eso en Barcelona; no hay ni una. Aunque, de hecho, quizás sí confunden el martilleo constante de los fuegos artificiales que golpean los vidrios inundándolos de matices con ellas…
Esta misma tarde, el señor Greenard ha llamado a recepción con la típica excusa de la botella de cava; sólo que no era de cava, sino de ginebra. Ha especificado que deseaba que la señorita encargada de recepción se la llevara personalmente. Yo, claro está, no tenía opción a la negación. ¿Cómo decirle “gracias, señor Greenard, pero resulta que ya tengo pareja que es de mi edad y muy guapo y simpático y tierno y de mi edad también, y da la casualidad de que trabaja aquí, en el hotel… así que no, gracias, pero no. Nada de ginebra” a Harvey Greenard, el gran, el enorme obeso de entre todos los peces gordos? Era imposible.
“Pum, pum, pum”, y la puerta se abrió al instante; me estaba esperando. Me tendió la mano y mis intenciones resbalaron entre mis dedos. El gran obeso era uno de los hombres más atractivos que había visto jamás. Cuál fue mi decepción al descubrir que sí, que deseaba una botella de ginebra traída personalmente por la señorita encargada de recepción, pero ¡para él solito! Mientras engullía literalmente aquel néctar de pecado me narró su larga y copiosa vida año por año, y terminé por enterarme de que era un desgraciado: el dinero no le saciaba, su mujer le había dejado porque él le era infiel y sus hijos se habían marchado con ella a algún lugar que desconocía. Él bebía y bebía y vomitaba oraciones y algo más de vez en cuando; y bebía y vomitaba y al fin, aún bebiendo, cedió al sueño. ¡Al fin! Entonces comprendí que lo que el señor Greenard deseaba no era una botella de ginebra, sino contemplar las estrellas. Debí advertirle de que no se fiara, de que se marchara, porque durante la Mercè Barcelona es una trampa mortífera.
Parpadeo al son de la música del concierto en el Fórum para asegurarme de que no me quedaré dormida. Percibo suavemente la luz tenue del hall, y oigo, a lo lejos, a Álvaro saliendo del comedor con tanta delicadeza que se me eriza todo el vello del cuerpo. Cierro los ojos y… ¡casi! ¡Casi! Pero el teléfono comienza a sonar y sonar y sonar y sonar… “¿Si?” digo, adormilada, como si tuviera un zapato en la boca. “Señorita, desearía que me trajera otra botella, por favor, pero esta vez que sea sólo cava”… sí, sí y ¡sí! Harvey Greenard, el pez sexy… maldición. “Sí, señor Greenard, ahora mismo voy”. Cuelgo y Álvaro me hace señas: desea que vaya yo personalmente, sin botella alguna, hasta él para besarme. Quizás no sea tan morboso como don Tiburón, pero aún ahora continúo con ansias de volver a hacerle el amor… Contente, debes esperar; debes esperar tan sólo unos minutos más… Y subo de nuevo a la 115 con la dichosa botella de cava.
Bajo a recepción con remordimientos. Álvaro se balancea adormecido de un lado a otro, meciéndose en torno a la escoba; aguardando, tan dócil… Le contemplo desde una distancia prudente, procurando no hacer ruido. De repente, dos muchachos abren bruscamente la puerta del hotel. Zarandean a Álvaro hasta que recobra la consciencia y mueven los labios, pero no logro oír lo que están diciendo. Me acerco. Conozco a Álvaro y sé que se está poniendo nervioso. Me acerco aun más. Se le hincha la vena del cuello. Camino rápido y el eco de los tacones me delata. Se dan todos media vuelta; me observan. Álvaro les invita a salir y, uno de ellos, el mayor, grita. Álvaro pierde el control y le chilla a él también. Me detengo. El mayor le empuja; el menor le alienta. Álvaro se gira de nuevo y me mira, me observa, ve a través de mí, me descuartiza con sus pupilas, y yo… yo no soy lo suficiente veloz. Uno le propina un puñetazo que le hace caer al suelo y ya casi no distingo nada, pues mis ojos se anegan en llanto mientras su cabeza vomita sangre a borbotones. No, no he sido lo suficiente veloz para vociferar con las mías, con mis propias pupilas que lo sentía, y que deseaba que mi hombre, el de la limpieza, volviera a hacerme el amor, clavándome las uñas hasta desgarrarme la carne de los muslos mientras yo tan… teaba; mientras yo, solamente, tanteaba.
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2 comentarios:
Brillante relato, no he podido dejarlo hasta el final. Supongo que, al ser un trabajo de clase, os limita bastante el hecho de que al final tengan que venir tres tíos a darle una paliza a alguien, como he visto en el resto de textos. Aún así, lo resuelves de una manera excelente, sin excesos (excepto lo de "su cabeza vomita sangre" que es demasiado dramático en mi opinión), y con un lenguaje exquisito.
Me encana toda la parte del pez gordo, la oposión "pez sexy" me parece muy conseguida. Y aunque no soy partidaria de la expresión "hacer el amor", me parece que tratas muy bien el tema, con un erotismo a bocajarro que tenemos que digerir desde el principio de la composición y que, según me parece, casa muy bien con la escena violenta del final, son como complementarias y opuestas a un tiempo.
¡Bravo!
Yo me he quedado con el polvazo que echan y no me lo he podido quitar de la cabeza. Y me gusta el tan...tan...tanteo. XD
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